martes, 19 de abril de 2011

MARTÍN HEIDEGGER: FILOSOFÍA Y POLÍTICA - SILVIO MARESCA







Es imposible entender las ideas políticas de Heidegger y, en particular, su efímera adhesión al nacional-socialismo -preocupación dominante en amplios círculos “intelectuales” desde hace ya largos años-, sin conocer algunos aspectos fundamentales de su pensamiento.



Pero antes de abordarlos, quiero formular tres observaciones. La primera concierne a una cuestión de orden casi personal: la irritación que me produce que en los últimos años la discusión en torno a la obra y el pensamiento de Martín Heidegger se centre justamente en el tema de su adhesión al nacional-socialismo, cuando no -lo que resulta aún más penoso- en sus relaciones sentimentales con Hanna Arendt. Esto, además, mientras parte considerable de la obra del pensador permanece todavía sin publicar, incluso en alemán. Después del derrumbe del totalitarismo marxista -cuyo apoyo incondicional por notorios pensadores de Occidente nunca fue objetado, tampoco hoy-, se da por supuesto sin más trámite que todo gran pensador debe adherir de suyo al sistema democrático-liberal, estimado como panacea. Preferiblemente, eso sí, desde un inocuo progresismo de “izquierda”.
Es preciso desplazar la cuestión del estado paradojal en que se encuentra, a saber, ¿cómo un pensador de tal envergadura pudo adherir a semejante régimen? No es  -por lo demás- el primer ni el único caso. Basta aducir el ejemplo paradigmático de Platón, enemigo acérrimo de la democracia, al que no sin razón Karl Popper consideró el primer filósofo totalitario de Occidente. La paradoja sólo lo es para una suerte de entendimiento vulgar que debería empezar por cuestionarse a sí mismo.
Segunda observación: hasta donde sabemos, Heidegger no ha formulado explícitamente una “filosofía política”. Siempre rechazó, en base a poderosos argumentos conceptuales, la división de la filosofía en disciplinas. Comoquiera sea, si quisiéramos inscribir sus investigaciones en alguna disciplina, correspondería hacerlo en la metafísica.
Tercera y última observación: la adhesión de Heidegger al nacional-socialismo duró apenas un año, 1933. A partir de principios del 34, su actitud deviene crecientemente crítica. Si esto no es siempre evidente es -entre otros motivos, que ya veremos- porque su distanciamiento del nacional-socialismo no lo llevó a tomar partido por las filosofías políticas alternativas vigentes (liberalismo, socialismo, comunismo) y porque permaneció en su patria.
Occidente, en el todo de su historia

Para entender las ideas políticas de Heidegger, así como su adhesión a una etapa relativamente temprana del nacional-socialismo, es necesario adentrarse en su visión acerca del todo de la historia de Occidente, visión que maduró en los veinte años que transcurrieron entre la publicación de su primer gran obra, Ser y tiempo (1927), y el final de la Segunda Guerra.
La visión global de la historia de Occidente es inaugurada -al menos en filosofía- por Hegel, si bien el cristianismo proporcionó todos los supuestos para ello. No podemos detenernos aquí en la versión hegeliana de esa historia, sólo señalar que los distintos momentos de ella son hilvanados por un protagonista único -el Espíritu- que, conforme a una lógica inexorable, culmina realizando acabadamente su esencia en el mundo humano. De ahí, el proclamado “fin de la historia”, reasumido en forma simplificada y algo perversa por Francis Fukuyama a principios de la década del 90 del siglo pasado, y que tanto diera que hablar en esos años. De ahí, también, la concepción hegeliana de la historia de la filosofía occidental como el despliegue de una únicafilosofía, como el desarrollo progresivo de un mismo pensamiento, cuyos hitos fundamentales -labrados con los nombres de los grandes filósofos- son partes constitutivas del un todo mayor, el sistema del saber absoluto, la filosofía.1
No es casual entonces que el pensamiento de Heidegger -meditación sobre el todo de la historia de Occidente, como queda dicho- se elabore, desde el principio hasta el final, en confrontación con Hegel, por momentos explícita, en otros, tácita.
Pero la otra visión grandiosa de la historia de Occidente, a cuya sombra se mueve cada vez más acusadamente Heidegger a medida que avanza su obra, lleva el nombre de Federico Nietzsche. La relación del pensamiento de Heidegger con la filosofía de Nietzsche es mucho más compleja que la que tiene con la de Hegel, así como también mayor su dependencia, no suficientemente reconocida y correctamente valorada por el autor de Ser y tiempo.
¿Cuál es la visión nietzscheana del todo de la historia de Occidente? Dicho con brevedad, la de una decadencia creciente, cuya clave reside en el nihilismo. Ya desde El nacimiento de la tragedia -su obra monumental de juventud-, Nietzsche creía ver en el suicidio de la tragedia -a manos de Eurípides- y en la consiguiente emergencia del “socratismo científico”, una pérdida de rumbo agravada progresivamente que, sin embargo, confiaba todavía revertir a través de un renacimiento de la cultura alemana más auténtica, a partir de las filosofías de Kant y Schopenhauer y de la obra de arte total de Richard Wagner. Más tarde, desengañado de esas ilusiones de juventud, cifra en “la muerte de Dios” el punto culminante de la decadencia occidental, aunque también la posibilidad ansiada del superhombre, mediante una transvaloración que revierta el signo nihilista de la voluntad de poder habida hasta ahora en Occidente. Democracia y socialismo modernos, con sus exigencias igualitarias, se muestran ante los ojos de Nietzsche como capítulos finales de un espíritu de venganza inherente al nihilismo, cuyo odio se endereza inequívocamente contra toda vida poderosa y floreciente que pretenda imponer su diferencia y jerarquía. Democracia y socialismo -sobre todo este último- sólo aspiran a un estado idéntico de felicidad para todos, consistente en el bienestar y el confort, que nos hunda perennemente en un crepúsculo donde reine por doquier el “último hombre”, esto es, el hombre pequeño y miserable. 2
El espejismo
Aunque hacia fines de la década del 20 Martín Heidegger no había recibido aún la influencia decisiva de Nietzsche -así como tampoco la de aquel poeta por tantas razones pariente próximo de Nietzsche, Friedrich Hölderlin-, ya en Ser y tiempo estaban dados todos los elementos para ello. Como es sabido, Ser y tiempo comienza con la pregunta por el sentido del ser, cuestión fundamental cuyo olvido y tergiversación signan la historia de Occidente. Historia, pues, de decadencia, que exige la “destrucción” de la historia de la ontología. Pero para no extendernos demasiado, conformémonos con mencionar algunos puntos salientes: el impropio “ser uno con otros” (el “Uno”3), tan fácilmente asimilable a la democracia liberal con sus instrumentos de la opinión pública y los medios masivos de comunicación; la existencia resuelta, exaltación de la decisión sobre el trasfondo de lo abismal;4 la temporalidad auténtica, que tan sugerentes coincidencias exhibe con el eterno retorno.
Pocos años después, Heidegger interpreta el desembozamiento del nihilismo en términos de imperio de la técnica -concepción que no abandonará en lo sucesivo-  y cree ver en el nacional-socialismo recién llegado al poder la oportunidad de conciliar técnica y nuevo comienzo -superación de la decadencia-, a través de un gran movimiento espiritual capaz de llevar a cabo una repetición originaria del origen. En las lecciones sobre Introducción a la metafísica (1935), leemos: “La decadencia espiritual de la tierra ha ido tan lejos que los pueblos están amenazados por perder la última fuerza del espíritu, la que todavía permitiría ver y apreciar la decadencia como tal (pensada en relación con el destino del “ser”). Esta simple comprobación no tiene nada que ver con el pesimismo cultural, ni tampoco, como es obvio, con el optimismo. En efecto, el oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo creador y libre, ha alcanzado en todo el planeta tales dimensiones que, categorías tan pueriles como las del pesimismo y del optimismo, se convirtieron, desde hace tiempo, en risibles. (…) Preguntar ¿qué pasa con el ser? significa nada menos que re-petir el origen de nuestra existencia histórico-espiritual, con el fin de trasmutarlo en otro comienzo. Eso es posible. Inclusive constituye la forma decisiva del acontecer histórico, porque se sitúa en el acontecimiento fundamental. Pero un comienzo no se repite cuando se platica sobre él, como si fuese algo de otros tiempos, algo ya sabido y que meramente se deba imitar, sino al recomenzarlo originariamente, con todo lo que un verdadero comienzo tiene de extraño, oscuro e inseguro. La repetición, tal como nosotros la entendemos, es por completo diferente de una prolongación progresiva de lo anterior, y realizada con los medios de éste”.5 A partir de estas palabras -dicho sea de paso- se entiende el motivo de las capitales indagaciones del autor de Ser y tiempo sobre los llamados “presocráticos”, omitidas sistemáticamente por los “especialistas”, destino que comparte, también en este aspecto, con Federico Nietzsche.
Vale insistir en que para esa fecha -1935-, Heidegger había ya tomado considerable distancia del nacional-socialismo, pese a lo cual -en un pasaje profusamente citado- se refiere todavía a “la interna verdad y grandeza” del movimiento, expresión que no suprimió cuando en 1954 se editaron por primera vez esas lecciones. Todo sucede como si en los párrafos recién trascritos, Heidegger reflexionara sobre los motivos más profundos que justificaron su apoyo inicial. Sea como fuere, Heidegger jamás se arrepintió públicamente de su compromiso con el nacionalsocialismo, mostrando también con esta conducta su condición de gran filósofo. En efecto, no es propio del filósofo arrepentirse ni sentir aprecio por este afecto. Acaso ninguno lo expresó con más rigor que Baruch Spinoza: “El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; sino que el que se arrepiente de lo que ha hecho, es dos veces miserable o impotente”.6
En virtud de lo dicho, se puede tildar a Heidegger de ingenuo, pero no de totalitario o inhumano; mucho menos, claro está, de genocida.  Veamos cómo contesta una pregunta formulada por su interlocutor, en el reportaje publicado en la revista Spiegel, que versa sobre la adscripción del filósofo al nacional-socialismo y que fue concedido en 1966 a condición de ver la luz después de su muerte, acaecida en 1976. “Spiegel: (…) ¿Cómo se armoniza esto, técnica planetaria y patria? Heidegger: (…) Me parece que Ud. toma la técnica como algo demasiado absoluto. Yo veo la situación del hombre en el mundo de la técnica planetaria no como un destino inextricable e inevitable, sino que, precisamente, veo la tarea del pensar en cooperar, dentro de sus límites, a que el hombre logre una relación satisfactoria con la esencia de la técnica. El nacional-socialismo iba sin duda en esa dirección: pero esa gente era demasiado inexperta en el pensamiento como para lograr una relación realmente explícita con lo que hoy acontece y que está en marcha desde hace tres siglos” (el subrayado es mío).7 Más de treinta años después, en el fondo la misma idea: el nacional-socialismo brindó una oportunidad de conciliar la técnica planetaria con un hombre que estuviera a su altura, para lo cual debían cumplirse ciertas condiciones que -obviamente- no se cumplieron. Me refiero ante todo a la repetición originaria del origen mencionada más arriba, sin la que es imposible el “pase” al otro comienzo, para decirlo con palabras de Aportes a la filosofía (Acerca del evento), texto redactado por Heidegger entre 1936 y 1938.
Un hombre a la altura de la técnica: en efecto, lejos de inclinarse por lo in-humano, Heidegger descree de las posibilidades del viejo humanismo de enfrentar satisfactoriamente la esencia de la técnica. Acaso ningún texto sea más claro en este sentido que Über den Humanismus. Corría el año 1947. El estruendo de los cañones aún resonaba en los oídos y el humo de la pólvora no terminaba de disiparse. Ante la pregunta de su discípulo francés, Jean Beaufret, Comment redonner un sens au mot “Humanisme”?, Heidegger contesta con una extensa carta, conocida en la traducción castellana como “Carta sobre el humanismo”. En ella, el filósofo explica como el viejo humanismo, el humanismo corriente, ha sido sobrepasado y reducido a la impotencia por la moderna metafísica de la subjetividad, solidaria de la esencia de la técnica y del nihilismo, entendido -a diferencia de Nietzsche- como olvido del ser.8 Olvido que, bajo el imperio de la metafísica de la subjetividad, alcanza su extremo.9
Si bien para Nietzsche el nihilismo alienta desde los comienzos de la historia de Occidente, tiene distinta naturaleza y reconoce un punto de inflexión con la muerte de Dios, entendida como la devaluación definitiva de los valores supremos reverenciados por la civilización occidental. Además, el centro de su preocupación no es tanto la metafísica ni en especial la modernidad -Nietzsche es un moderno, a su manera- sino el cristianismo y su moral. El “ser” es para Nietzsche efectivamente, como gusta repetir Heidegger, “un vapor y un error”, paradigma de los conceptos cadavéricos que deben ser desplazados, en función del rescate de la tierra y de la vida floreciente. Heidegger, por su parte, desprecia la problemática de los valores y aunque a partir del los años treinta se muestra hostil al cristianismo, no establece con él un combate frontal. Lo mismo cabe decir de su relación con la moral cristiana. Si traemos a colación estas diferencias entre Heidegger y Nietzsche -que no desmienten la poderosa influencia del segundo sobre el primero- es porque después veremos la importancia que adquiere la interpretación heideggeriana del pensamiento de Nietzsche en las relaciones del filósofo del ser con el nacional-socialismo posteriores a 1935.

El Discurso rectoral

Ahora bien, frente a las consideraciones que hemos realizado hasta aquí, referidas a los fundamentos filosóficos de las ideas y posturas de Martín Heidegger, el tan meneado “Discurso rectoral”,10 adquiere una significación menor o, si se quiere, complementaria. El núcleo del planteo radica en resituar la Universidad en relación al saber, es decir, en repetir una relación genuina y originaria al saber, único fundamento válido de la autonomía universitaria. Todavía hay mucho que aprender de las palabras del “Discurso”. Trascribamos, pues, algunos párrafos relevantes: “(…) si debe haber ciencia (…) ¿en qué condiciones puede realmente existir? Sólo si situamos nuestro trabajo bajo el influjo del inicio de nuestra existencia histórico-espiritual. Este inicio es el surgimiento de la filosofía griega. Con ella, el hombre occidental (…) se erige por primera vez frente al ente en su totalidad, cuestionándolo y concibiéndolo como el ente que es. Toda ciencia es filosofía, lo sepa y lo quiera, o no. Toda ciencia sigue ligada a ese inicio de la filosofía. De él extrae la fuerza de su esencia, suponiendo que siga estando a la altura de ese inicio. (…) La ciencia es el firme mantenerse cuestionando en medio de la totalidad del ente, que sin cesar se oculta. Este activo perseverar sabe de su impotencia ante el destino. Ésta es la esencia originaria de la ciencia. (…) El inicio es aún. No está tras de nosotros como algo ha largo tiempo acontecido, sino que está ante nosotros. (…) El inicio ha incidido ya en nuestro futuro, está ya allí como el lejano mandato de que recobremos de nuevo su grandeza. Sólo cuando nos sometamos decididamente a este lejano mandato de recuperar la grandeza del inicio, la ciencia se tornará para nosotros en la máxima necesidad de la existencia. (…) Y si incluso nuestra propia existencia está ante un gran cambio, si es verdad lo que decía el apasionado buscador de Dios, el último gran filósofo alemán, Federico Nietzsche: «Dios ha muerto», si tenemos que tomarnos en serio este abandono del hombre actual en medio del ente, ¿qué pasa entonces con la ciencia? Pues que entonces el inicial perseverar admirativo de los griegos ante el ente se transforma en un estar expuesto, sin protección alguna, a lo oculto y desconocido, es decir, a lo digno de ser cuestionado. El preguntar ya no volverá a ser el mero paso previo hacia la respuesta, el saber, sino que el preguntar se convertirá en la suprema figura del saber. (…) Tal preguntar quiebra el encapsulamiento de las ciencias en disciplinas separadas, las recoge de su dispersión, sin límite y sin meta, en campos y rincones aislados y expone la ciencia inmediatamente de nuevo a la fecundidad y a la bendición de todas las fuerzas de la existencia histórica del hombre, que configuran el mundo, como son: naturaleza, historia, lenguaje; pueblo, costumbres, Estado; poetizar, pensar, creer; enfermedad, locura, muerte; derecho, economía, técnica. Si queremos la esencia de la ciencia, en el sentido de ese firme mantenerse, cuestionando y al descubierto, en medio de la inseguridad de la totalidad del ente, entonces esta voluntad esencial instituye para nuestro pueblo un mundo suyo del más íntimo y extremo riesgo, es decir, su verdadero mundo espiritual.  Pues «espíritu» no es ni la sagacidad vacía, ni el juego de ingenio que a nada compromete, ni el ejercicio sin fin del análisis intelectual, ni una razón universal, sino que espíritu es el decidirse, originariamente templado y consciente, por la esencia del ser. Y el mundo espiritual de un pueblo no es una superestructura cultural como tampoco un arsenal de conocimientos y valores utilizables, sino que es el poder que más profundamente conserva las fuerzas de su raza y de su tierra, y que, cono tal, más íntimamente excita y más ampliamente conmueve su existencia; pues obliga a que la permanente discusión entre la voluntad de grandeza y el dejarse llevar  a la decadencia sea la ley que rige la marcha que nuestro pueblo  ha emprendido hacia su historia futura”.11
A través de la grandilocuencia peligrosa de algunas expresiones -aunque también de su verdad y belleza inocultables- trasluce la fascinación romántico-alemana por la pólis griega (esa “bella totalidad ética”), inalterable desde fines del siglo XVIII hasta 1945. Pero en realidad, bien miradas las cosas, nada demasiado diferente de lo visto antes: el nacional-socialismo emergente, con su rechazo radical de un bimilenario pasado errático, abre la posibilidad de retrotraerse creadoramente al inicio y, con ello, de inaugurar un nuevo comienzo, única forma de diseñar una figura de lo humano capaz de afrontar dignamente el imperio de la esencia del técnica.
Nietzsche como máscara

El apoyo inicial de Heidegger al nacional-socialismo apenas duró un año escaso -en febrero de 1934 renunciaba al rectorado, por disidencias con el régimen-, trasformándose después paulatinamente en distancia crítica, cada vez más virulenta. Es indudable que en la actitud de Heidegger pesó de manera decisiva el curso adoptado por el nacional-socialismo, tan a contramano de sus requerimientos y esperanzas. Su alejamiento del régimen no dejó de ocasionarle todo tipo de problemas, pero -como ya habrá comprendido sobradamente el lector- he resuelto evitar lo anecdótico. En cambio, la distancia creciente asumida por Heidegger respecto del nacional-socialismo puede seguirse muy bien, y en forma estrictamente conceptual, a través del viraje en la interpretación del pensamiento de Federico Nietzsche, funesta para la comprensión de la obra del padre de Zaratustra, aunque harto reveladora de la concepción madura de Heidegger sobre la esencia del nacional-socialismo. Después de su rápido desencanto, despertado de su “sueño dogmático”, el filósofo del ser, en efecto, elabora su teoría definitiva sobre el nacional-socialismo bajo la máscara de una lectura de la filosofía de Nietzsche, a la que dedicó la mayor parte de su tiempo y el grueso de su obra desde 1936 a -como mínimo- 1940. No podemos descontar en este rodeo los efectos de las censura. Tampoco negar todo mérito a la interpretación heideggeriana de la obra de Nietzsche, cuyo mayor acierto es haber arrancado de manos de los literatos los textos nietzscheanos y haberles restituido su auténtico valor filosófico. Heidegger ha colocado a Nietzsche a la altura de Aristóteles 12 y, en general, del conjunto de la tradición filosófica occidental. Pero Heidegger vira de una comprensión de la voluntad de poder nietzscheana en términos de una abismal decisión autoafirmativa capaz de revertir la decadencia -superadora de la metafísica-, a una comprensión de la misma como el secreto revelado de la metafísica moderna de la subjetividad. La voluntad de poder, en cuanto voluntad de voluntad que se quiere ciegamente a sí misma, no es otra cosa que la exacerbación de la subjetividad moderna, olvido extremo del ser, nihilismo desencadenado. Dicho en buen romance: el nacional-socialismo no es la repetición originaria del origen sino el anticipo de los juegos de la voluntad de poder en el horizonte de la técnica como destino del ser, donde el poder ya no necesita otra legitimación que su propio ejercicio descarnado y no se ejerce más que en función de sí mismo y su acrecentamiento.  Heidegger atribuye a Nietzsche lo que piensa del nacional-socialismo. Fatal para la intelección del pensamiento de Nietzsche, esclarecedor para la captación de la esencia del nacional-socialismo.
Ramón Rodríguez, traductor y prologuista de los textos de Heidegger más directamente vinculados con el nacional-socialismo, nos ofrece una visión similar, aunque invirtiendo hasta cierto punto los términos: “En el momento en que Heidegger empieza a ver en la metafísica de Nietzsche no el anuncio de tiempos nuevos sino el estadio final del pensamiento occidental, no por tanto la superación del nihilismo europeo, sino su consumación, el nazismo aparece a una luz distinta. Ante todo, la voluntad de poder, fondo de todo lo existente, no es una forma nueva de mostrarse la realidad ni una correlativa nueva posición del hombre en ella. (…) los rasgos estructurales de la metafísica de la voluntad de poder responden al proyecto-tipo de la filosofía moderna de la subjetividad. (…) Heidegger ha enseñado cómo Nietzsche ha sacado totalmente a la luz el carácter último de la subjetividad al pensar la actividad de ésta como voluntad de poder. La idea esencial de las filosofías modernas del sujeto -que el mundo tiene la figura que él mismo establece- se cumple de manera extrema en el pensamiento de la voluntad de poder (…) La esencia de la voluntad de poder es querer su propio crecimiento, quererse a sí misma: es «voluntad de voluntad». (…) A la luz de esta interpretación, Heidegger concibe nuestra época como una síntesis, perfecto producto de la modernidad, de voluntad de  poder y racionalismo técnico (…) Si al iniciar su reflexión tras el fracaso del rectorado Heidegger parecía orientarse hacia una distinción  entre la «interna verdad» del nacional-socialismo y su realización fáctica, crecientemente degenerada (…) el desenvolvimiento posterior de su pensamiento parece más bien desechar la idea de que el movimiento nazi contenga (…) «verdad interna» alguna. No aparecen ya los rasgos esperanzadores que pudieron hacer ver en él la expresión profunda del afrontamiento de la técnica planetaria por el hombre moderno (…). El nazismo no representa ahora un Aufbruch, una puesta en marcha hacia algo muevo, sino una de las ideologías que participan en la lucha general (…), anunciada por Nietzsche como inevitable para el desarrollo y aumento de la voluntad de poder. Su propia expresión en «valores», y, además, crudamente biológicos («vida», «raza»), muestra que, como cualquiera de ellas, es una pura perspectiva dentro del dominio universal de la voluntad tecnológica de poder (…)”.13
Una serenidad estoica

Finalizada la Segunda Guerra, la “filosofía política” de Heidegger -si cabe llamarla así- se desliza hacia una suerte de neoestoicismo. Su idea fundamental no varía: es preciso redefinir la esencia del hombre a fin de que éste pueda instalarse creadoramente en medio del horizonte dominado por la esencia de la técnica, pero para ello es condición sine qua non la fundación de un nuevo comienzo que reinaugure la “relación” hombre-ser, en términos alternativos a los de la metafísica tradicional. Desencantado rápidamente del nacional-socialismo, Heidegger jamás creyó -ni antes, ni después- que su propuesta fuera viable en el contexto político de las distintas variantes de la democracia liberal o del socialismo.
Sin embargo, ¿quién podría refutar seria y honestamente lo certero de su diagnóstico, de no producirse la transformación necesaria? Citemos una vez más las archiconocidas palabras, pronunciadas en 1935: “Rusia y América, metafísicamente vistas, son la misma cosa: la misma furia desesperada de la técnica desencadenada y de la organización abstracta del hombre normal. Cuando el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado, cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuando se puedan «experimentar», simultáneamente, el atentado a un rey, en Francia, y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo sólo sea rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que lo temporal, entendido como acontecer histórico, haya desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija como el gran hombre de una nación; cuando en número de millones triunfen las masas reunidas en asambleas populares -entonces, justamente entonces, volverán a atravesar todo este aquelarre, como fantasmas, las preguntas: ¿para qué? - ¿hacia dónde? - ¿y después qué?”14
La referencia al estoicismo merece un comentario especial. Porque cabe sospechar que, más allá de la escuela fundada por Zenón de Citio, el estoicismo constituye un rasgo esencial de la filosofía.15 No solamente por el hecho incontrastable de que gran número de filósofos han tomado partido por él, sino porque el asentimiento a lo que es parece ser el grado más alto de la sabiduría, una vez desechadas las ilusiones complementarias de convertir lo extraordinario en el curso natural del mundo y pretender que los hombres vulgares estén a la altura de la visión del filósofo.
Respecto de esto segundo -aunque incluyendo lo primero-, escribe Nietzsche, cuyo amor fatirezuma estoicismo:16 “(…) el ser superior tiene un singular criterio de valor. Pero la mayoría de las veces él no cree tener en su idiosincrasia del gusto un singular criterio de valor; él coloca más bien sus valores y no valores como los valores y no valores válidos absolutamente, y se convierte por eso en un ser incomprensible y poco práctico. Es muy raro que a un hombre superior le sobre razón para comprender y tratar al hombre cotidiano como tal: la mayoría de las veces cree en su pasión como en la pasión que todos han mantenido oculta (…) Ahora bien, cuando tales seres de excepción no se sienten a sí mismos como una excepción, ¡cómo habrían de poder comprender jamás a los seres vulgares y apreciar con ecuanimidad la norma! -y así es como hablan también llenos de asombro de la locura, de lo que contraviene a la finalidad y fantasmagorías de la humanidad, acerca de cuán descabelladamente discurre el mundo y por qué no quiere reconocer lo que «a él le hace falta». Ésta es la eterna injusticia del noble”.17Distancia, máscara 18 y, sobre todo, el “vive oculto” de los epicúreos parecen ser, pues, las prescripciones dietéticas adecuadas.
Después de los comienzos inseguros y ambiguos que Heidegger nos propone repetir originariamente, a saber, el pensar poetizante de los (mal llamados) presocráticos, la filosofía se consolida como tal y toma su rumbo definitivo a partir de Platón, lo que llevó a Alfed Whitehead a sostener que la historia de la filosofía occidental en su conjunto no es más que una serie de notas escritas al margen del texto platónico. Pero la filosofía de Platón nace de la frustración política y gana en hondura en relación directamente proporcional a los fracasos de los intentos políticos del fundador de la Academia en Siracusa.19 De ahí que cierta resignación estoica sea inherente a la filosofía. Sin embargo, acaso sean esta frustración y estos fracasos la condición de posibilidad de vislumbrar lo real en su desnudez. No se trata, claro está, decualquier frustración y cualesquiera fracasos. Sólo a lo grande le es lícito obtener una riqueza inesperada en su fracaso. No se equivoca entonces Ramón Rodríguez cuando titula a su ensayo, ya mencionado, “Heidegger y el nacionalsocialismo: ¿un viaje a Siracusa?”.
Poco más arriba, mientras nos referíamos a los estoicos, hemos evocado el “vive oculto” de los epicúreos. En efecto, epicúreos y escépticos, rivales contemporáneos de los estoicos en la antigüedad, pueden ser concebidos como variantes del estoicismo, sus parientes más próximos. No sólo comparten el ideal de felicidad, la ataraxía, sino el mismo desencanto y retracción respecto de ilusiones transformadoras, la misma desconfianza en lo concerniente al cambio del curso del mundo y de la vida e idiosincrasia de los hombres vulgares.


El estoico se mantiene firme frente al destino, adecua su querer a él; en la adversidad, resiste solo, sin recurrir jamás a presuntas potencias benéficas o redentoras; no pide ayuda y es remiso en otorgarla.20 Tal vez por eso San Agustín, en La ciudad de Dios, se encarniza con ellos,21cuya penuria anímica o física nunca es lo suficientemente grande como para inducirlos a “limitar la razón para darle un lugar a la fe”, para decirlo con palabras de Kant.
Pero vayamos al estoicismo (o neoestoicismo) de Martín Heidegger, posterior a 1945.  La mejor muestra de ello es -a nuestro juicio- su prédica de la sernidad (Gelassenheit), como actitud adecuada frente al “poder oculto de la técnica moderna”.22 En el fondo, siempre la misma obsesión: “Lo verdaderamente inquietante (…) no es que el mundo se tecnifique enteramente. Mucho más inquietante es que el ser humano no esté preparado para esta transformación universal; que aún no logremos enfrentar meditativamente lo que propiamente se avecina en esta época”.23 Pero ahora la “salida” es otra, ya no política, ni colectiva, ni -mucho menos- revolucionaria: “(…) nos encontramos tan atados a los objetos técnicos, que caemos en relación de servidumbre con ellos. Pero también podemos hacer otra cosa. Podemos usar los objetos técnicos (…) pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos de ellos. Podemos usar los objetos tal como deben ser aceptados. Pero podemos, al mismo tiempo, dejar que estos objetos descansen en sí, como algo que en lo más íntimo y propio de nosotros no nos concierne. Podemos decir «sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no», en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia. Pero si decimos simultáneamente «sí» y «no» a los objetos técnicos, ¿no se convertirá nuestra relación con el mundo técnico en equívoca e insegura? Todo lo contrario. Nuestra relación con el mundo técnico se hace maravillosamente simple y apacible. Dejamos entrar a los objetos técnicos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo tiempo, los mantenemos fuera, o sea, los dejamos descansar en sí mismos como cosas que no son algo absoluto sino que dependen ellas mismas de algo superior. Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente «sí» y «no» al mundo técnico con una antigua palabra: la serenidad (Gelassenheit) para con las cosas“.24
Piénsese lo que se quiera del acercamiento de Heidegger al nacional-socialismo -el Holocausto clausuró para siempre la posibilidad de asignar algún rasgo positivo a ese movimiento-, las razones conceptuales que lo movieron a ello permanecen como la asignatura pendiente más importante del mundo actual.
Silvio Juan Maresca


1 Para una exposición algo más extensa de la concepción hegeliana de la historia, puede verse S. J. Maresca, “El fin de la historia”, En la senda de Nietzsche, Bs. As., Catálogos, 1991, pp. 235-241. También, “Aproximación a Hegel” y “El fin de la historia”, S. J. Maresca, Ética y poder en el fin de la historia, Bs. As., Catálogos, 1992, pp. 93-123 y 141-169.


2 El grueso de mi producción escrita ha sido consagrada al pensamiento de Federico Nietzsche, por lo que me resulta imposible citar aquí todas las obras y pasajes de mi autoría referidos a su concepción de la historia de Occidente. Aparte de los libros ya mencionados, donde se encontrarán múltiples aportes al respecto, me limito a recordar los siguientes: Friedrich Nietzsche: verdad y tragedia, Madrid/Bs. As., Alianza, 1997; Verdad y cultura. LasConsideraciones Intempestivas de Friedrich Nietzsche, Madrid/Bs. As., Alianza, 2001; Nietzsche y la Ilustración, Madrid/Bs. As, Alianza, 2004; La muerte de Dios y el filósofo experimentalLa gaya ciencia de Friedrich Nietzsche, Madrid/Bs. As, Alianza, 2007.
3 En Nietzsche, el espíritu gregario, el “rebaño”.
4 “« ¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!» El valor es, en efecto, el mejor matador (…) El valor mata incluso el vértigo junto a los abismos: ¡y en qué lugar no estaría el hombre junto a abismos! ¿El simple mirar no es -mirar abismos? (…) Pero el valor es el mejor matador, el valor que ataca: éste mata a la muerte misma, pues dice: « ¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!»”  (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, trad. cast. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2001, 1era. ed. revisada, p. 229).
5 M. Heidegger, Introducción a la metafísica, trad. cast. Emilio Estiú, Bs. As., Nova, 1959, 2da. ed., pp. 75-77.
6 B. Spinoza, Ética, trad. cast. Oscar Cohan, México/Bs. As., Fondo de Cultura Económica, 1977, 2da. ed., Carta Parte, Prop. LIV, p. 216. Claro que Spinoza se apresura a poner las cosas en su lugar en el Escolio de la Proposición citada, atento a la diferencia de naturaleza entre el filósofo y el hombre común: “Porque los hombres raramente viven según el dictamen de la razón, estos dos afectos, es decir, la humildad y el arrepentimiento y, aparte de éstos, la esperanza y el miedo, acarrean más utilidad que perjuicio; y, por tanto, ya que se ha de pecar, es mejor pecar en este sentido. Pues si los hombres impotentes de ánimo [es decir, los ignorantes] se ensoberbecieran todos igualmente, no se avergonzaran de ninguna cosa y nada temieran, ¿por medio de que vínculos podría tenérselos unidos y sujetos? El vulgo es terrible cuando carece de miedo. por lo cual no ha de extrañarnos que los Profetas, que velaron no por la utilidad de unos pocos, sino por la utilidad común, hayan recomendado tanto la humildad, el arrepentimiento y el respeto; y, en realidad, los que están sometidos a estos afectos pueden ser conducidos con mucha más facilidad que los otros a vivir finalmente conforme a la guía de la razón, esto es, a ser libres y disfrutar de la vida de los bienaventurados” (el subrayado es mío). La identificación de la razón con lo más alto, se entiende en función del peligroso desvío que domina la tradición occidental, inaugurado por Sócrates y Platón, al menos según Nietzsche y Heidegger. Por lo demás, cualquier analogía con el espectáculo que ofrece la sociedad actual -me refiero a la desvergüenza- es pura coincidencia. El vulgo es terrible cuando carece de miedo… (Cf. S. J. Maresca, “Aidós”, J. Yunis (comp.), Actialidad de la desvergüenza, Santa Fe, Un. Nacional del Litoral, 2005, pp. 42-65).
7M. Heidegger, La autoafirmación de la universidad alemana, El rectorado, 1933-1934, Entrevista del Spiegel, trad. cast. R. Rodríguez, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 77-78.
8 “La historia del ser comienza, y además necesariamente, con el olvido del ser. (…) La esencia del nihilismo reside en la historia, según la cual, en la manifestación de lo ente como tal en su totalidad no se toca para nada al ser mismo y su verdad, de tal modo, que la verdad de lo ente como tal vale para el ser porque falta la verdad del ser. (…) en cuanto historia de la verdad de lo ente como tal, la metafísica es, en su esencia, nihilismo. (…) el nihilismo sería en su esencia una historia que tiene lugar en el ser mismo. Entonces residiría en la esencia del ser mismo el hecho de que éste permaneciera impensado porque lo propio del ser es sustraerse. El ser mismo se sustrae en su verdad. Se oculta en ella y se cobija en ese refugio” (M. Heidegger, “La frase de Nietzsche «Dios ha muerto» (1943)”, Caminos del bosque, trad. cast. H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza, 1995, pp. 237-238.
9 Conforme a ello, Heidegger hablará de “olvido del olvido”. En la misma sintonía, se referirá en Aportes..., ya mencionado, a la indigencia de la indigencia, como “abandono del ser”, fundamento del olvido del ser. “(…) para forzar el abandono del ser como indigencia, cada uno tiene que ser llevado respectivamente a la meditación, para que surja suma indigencia, la carencia de indigencia en esta indigencia, y lleve a la primera resonancia la más lejana cercanía a la huida de los dioses” [M. Heidegger, Aportes a la filosofía (Acerca del evento), trad. cast. Dina Picotti, Bs. As., Biblos, 2005, p. 104].
10 Discurso titulado “La autoafirmación de la universidad alemana” y pronunciado con motivo de la asunción del rectorado de la Universidad de Friburgo, el 27 de mayo de 1933.
11 M. Heidegger, La autoafirmación…, pp. 9-13.
12 En un curso dictado entre 1951y 1952 en la Universidad de Friburgo sobre e tema “¿Qué significa pensar?”, y siempre a la sobra de Nietzsche, a pesar de su controversia con él, dice Heidegger: “Todavía tenemos que aprender primero a leer un libro tal como Así habló Zaratustra de Nietzsche, de la misma manera severa como una disertación de Aristóteles” (M. Heidegger, ¿Qué significa pensar?, trad. cast. H. Kahnemann, Bs. As., Nova, 1964, 2da. ed., p. 72).
13 R. Rodríguez, “Estudio preliminar. Heidegger y el nacionalsocialismo: ¿un viaje a Siracusa?”, M. Heidegger, La autoafirmación…, pp. XXXIX-XLI. Buen lugar para consignar una aguda observación de Slavoj Zizek: la adhesión de Heidegger al nacional-socialismo a comienzos de los 30 no se vincula, como a veces se ha pensado, con su captura dentro de lo que él mismo denomina “metafísica de la subjetividad”, sino con un intento apresurado y prematuro de sobrepasarla. “El fracaso final de Heidegger no consiste en que haya quedado pegado al horizonte de la subjetividad trascendental, sino en que abandonó este horizonte demasiado pronto, antes de pensar todas sus posibilidades intrínsecas” (S. Zizek, El espinoso sujeto, trad. cast. J. Piatigorsky, Bs. As./Barcelona/México, Paidós, 2001, p. 31). La cautela mostrada más tarde al respecto por Heidegger -por ejemplo, en el intercambio con Ernst Jünger- ratifica lo dicho por Zizek (Cf. E. Jünger, M. Heidegger, Acerca del nihilismo, trad. cast. J. L. Molinonuevo, Bs. As., Paidós, 1994).
14 M. Heidegger, Introducción…, p. 75.
15 Debo esta observación -escuchada hace más de veinte años- al filósofo argentino Héctor Muzzopppa. El desarrollo subsiguiente corre por mi cuenta.
16 Debe distinguirse cuidadosamente el estoicismo, como asimismo el amor fati y el correlativo “decir sí” nietzscheanos, del mero conformismo. El “decir sí” a lo que es no implica renunciar a la negación, al “decir no”. No todo lo que sale al encuentro es, sin más. Pero la negación es siempre un instrumento de la afirmación, subordinado a ésta. Además, ha de ser practicada restrictivamente, so pena de malquistarse con lo que es, aversión en la que radica el origen remoto del nihilismo -o uno de ellos, por lo menos según Nietzsche- (véase mi ensayo “Sobre la dieta”, Cuadernos del Sur, Núm. 33, Un. Nacional del Sur, Bahía Blanca, 2004, esp. p. 179). “En verdad, tampoco me agradan aquellos para quienes cualquier cosa es buena e incluso este mundo es el mejor. A éstos los llamo los omnicontentos. Omnicontentamiento que sabe sacarle el gusto a todo: ¡no es éste el mejor gusto! Yo honro las lenguas y los estómagos rebeldes y selectivos, que aprendieron a decir «yo» y «sí» y «no». Pero masticar y digerir todo -¡ésa es realmente cosa propia de cerdos! Decir siempre sí -¡esto lo ha aprendido únicamente el asno y quien tiene su mismo espíritu!-”(F. Nietzsche, Así habló…, p. 275). Aclaremos que -como explica Sánchez Pascual, traductor de Nietzsche- “el rebuzno se expresa gráficamente en alemán con las letras I-A, que también significan «sí» (Ja)”. Se trata, pues, de “decir si”, pero no como el burro, incapaz de decir otra cosa. Tendremos ocasión, poco más abajo, de ver una puesta en juego el “sí” y el “no” en cuestión, al referirnos a la serenidad, la actitud neoestoica que propone Heidegger.
17 F. Nietzsche, La ciencia jovial, trad. cast. José Jora, Caracas, Monte Ávila, 1999, 2da. ed., § 3, p. 30.
18 “Todo lo que es profundo ama la máscara”. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, trad. cast. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1975, 2da. es., § 40, p. 65.
19 Véase Platón, “Carta VII”, Las cartas, trad. cast. M. Toranzo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970, pp. 59-105.
20 ¿Cabe hallar discurso más genuinamente estoico que estas declaraciones de Nietzsche? “«Querer» algo,«aspirar» a algo, proponerse una «finalidad», un «deseo» -nada de esto conozco yo por experiencia propia. Todavía en este instante miro hacia mi futuro -¡un vasto futuro!- como hacia un mar liso; ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme una cosa distinta. Pero así he vivido siempre. No he tenido ningún deseo”. (F. Nietzsche, Ecce homo, trad. cast. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1976, 2da. ed., p. 52. El subrayado es mío). Claro que nunca sabremos si el filósofo del martillo habla en serio o ironiza. Son los riesgos de leer a Nietzsche; entre otras cosas, un impostor.
21 Véase S. J. Maresca, “Muerte y transfiguración. Apuntes de lectura sobre La ciudad de Dios“, Revista de la Sociedad Argentina de Filosofía, Año VI, Nros. 15/16, Córdoba, 2007, pp. 101-117 (esp. pp. 106-108).
22 M. Heidegger, Serenidad, trad. cast. Y. Zimermann, Barcelona, Odós, 1994, p. 23.
23 Ídem, p.25.
24 Ídem, pp. 26-27.
FUENTE: AGENDA DE REFLEXIÓN 

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