jueves, 25 de febrero de 2010

EL YUNQUE: "MATAR Y MORIR POR CRISTO REY"

ESCRITO POR UN EX-CADETE DEL LICEO MILITAR GRAL. SAN MARTIN

EN MI CIELO DE ANTEVIDA
PROLOGO

La historia del Yunque no puede entenderse desde la perspectiva actual de la cosas. Del mismo modo, muchos de los sucesos actuales serían imposibles de entender con la visión de aquellos años. Y estos y aquellos serían imposibles de entender para un ciudadano de un país desarrollado. ¿O el hecho de que hoy mismo estudiantes secundarios de quince años hayan decidido tomar cincuenta escuelas de Buenos Aires en reclamo de cosas que hasta incluyen la derogación de leyes y el no pago de la deuda externa es fácilmente digerible? ¿Y si le agregamos que las autoridades hayan expresado que mientras no destruyan nada no les caben medidas disciplinarias? Similar nivel de surrealismo, aunque de otro signo, tiene la historia que nos convoca.
La biología enseña que para que una enfermedad prospere se deben combinar tres factores: un huésped susceptible, un patógeno infectivo y un ambiente predisponente. Un adolescente es siempre, por definición, un huésped susceptible a la exaltación extremista. Este vértice del triángulo de la enfermedad de las sectas está entonces siempre presente. Los profesionales del lavado cerebral son patógenos fuertemente infectivos y hay muchos más de los que cualquiera podría pensar. Se montan sobre premisas falsas transmitidas ingenuamente por otros y sus métodos de disuasión son variados y poderosos. Este vértice de la enfermedad está potencialmente presente casi siempre. El disparador final es el ambiente. Ante un ambiente propenso, la enfermedad, tarde o temprano, se desarrolla.
El Liceo Militar me brindó una formación que siempre agradeceré. Sin embargo, no puedo dejar de admitir que siento que cierta confusión doctrinaria en la mezcla entre religión y milicia generó el ambiente predisponente a la penetración del espíritu fundamentalista y a la irrupción del Yunque, que no nació en el Liceo ni, supongo, murió cuando fue desterrado del Liceo. Concentrarse en conceptos como el de “matar y morir por Cristo Rey” no ayudan a entender al Dios de la Paz y la Misericordia y generan el material base sobre el que luego trabajan organizaciones como el Yunque.
Debo aclarar que mi historia personal no es completa, ya que sólo fui parte de los grupos periféricos de los cuales se nutría el núcleo de la organización. Si nunca llegué al mismo fue porque nunca lograron convencerme del todo y me volví molesto con mis cuestionamientos. Pero si sus métodos de lavado cerebral no pudieron del todo conmigo, no fue porque fuera más fuerte que los otros, sino porque también recibía formación religiosa externa. El ambiente predisponente era menos fuerte en mí.
En los siguientes capítulos contaré las cosas desde la perspectiva de mi experiencia personal y, en consecuencia, la historia comienza cuando comienza mi participación, avanzado cuarto año en 1982. Lo que pasó antes sólo lo puedo intuir, ya que los miembros de la Organización eran muy buenos para los secretos. Después de todo, el Yunque era una organización secreta. Y como todo lo secreto, no sabemos con certeza si no sigue operando en las sombras. No sabemos si miembros activos no comienzan ahora mismo a leer esta historia.

CAPITULO I. DIOS Y PATRIA, O MUERTE

“Amar la patria es el amor primero
y es el postrero amor después de Dios.
Y si es crucificado y verdadero,
ya son un sólo amor, ya no son dos.”

Leonardo Castellani

Un ramito de rosas rococó, colocado en un frasco de vidrio a un costado del espejo, distrajo mi atención durante la espera. Me resultaba natural estar encerrado en el baño de una casa que no conocía, aguardando pasivamente lo imprevisto. No pensé, mientras pasaban los interminables minutos, en el largo proceso que había conducido hasta ese momento. Después de todo, confiaba en Gerardo Venegas. Éramos amigos y habíamos conversado mucho durante las tardes de estudio de aquel complicado cuarto año de 1982 acerca de nuestros ideales. La formación recibida nos había impregnado de la pasión que arde en el pecho de los soldados de Dios y la Patria. No podíamos estar quietos ante el avance del mal. La trilateral, los masones, los marxistas, los liberales, y hasta el espíritu unitario del porteñismo asechaban el corazón cristiano de la Argentina. Algo había que hacer. - Algo se debe hacer, repetía el Petiso. - Venite el sábado a las cuatro a esta dirección, me dijo mientras anotaba en un papel las instrucciones para llegar.
Esa tarde de sábado había tomado el colectivo indicado, por la General Paz en dirección Riachuelo, bajado en el puente correcto y caminado por una avenida empedrada, enmarcada de plátanos que, desnudos de hojas por el invierno, dejaban pasar los tibios rayos de un sol tempranamente crepuscular. En la dirección que llevaba escrita me recibió una cara conocida que me saludó con una sonrisa y que, sin darme más explicación que un - vos esperá acá, ya te vas a enterar, me dejó en el baño, que cerró por fuera.
Tercer año había sido mi mejor año del Liceo. A las angustias naturales de primero había seguido un segundo año dominado por la irracionalidad tiránica de la promoción treinta y ocho, los delirios paranoicos de Borsotti, las cadenas interminables de robos que iniciaba Rebolini, el hacinamiento de la Compañía “B” y todos los efectos indeseables que esta combinación de cosas producía en el trato entre nosotros. No creo recordar que la formación cristiana recibida hasta ese momento haya sido efectiva para la mayoría. El mal carácter del Capellán, la consabida creencia de la mala influencia de su encuentro o la sola pronunciación de su nombre sobre los sucesos posteriores y el ejemplo de nuestros héroes de la treinta y siete no habían contribuido a que el verdadero espíritu cristiano anide en nuestros corazones. Un último factor se interponía: el Capellán se había rodeado de un grupo de acólitos que despertaban poca simpatía en el resto. El temor a ser identificado como un miembro de este grupo debe haber evitado que muchos se acerquen a la Fe.
La puerta del baño se abrió imprevistamente y quien me había recibido en la casa me dejó en compañía del Daniel Guglielmini, de la promoción cuarenta y dos. Nos saludamos, como si para él fuera también natural encontrarnos allí. Yo sabía que había estado en los campamentos que el Capellán organizaba cada verano en Bariloche y, si bien no teníamos mucho trato, sabía que compartíamos idénticos ideales. Conversamos vagamente sobre qué significaría la intrigante invitación que ambos habíamos recibido. Conversábamos mientras me distraía oliendo el ramito de rosas.
En tercer año, el teniente primero Víctor Hugo Rodríguez Pérez nos entregó un motivo por el que valían la pena las privaciones que no sufrían los otros adolescentes. Nos transmitió un ideal trascendente. Nos habló del servicio a Dios y la Patria, de su defensa indeclinable frente al avance del enemigo. Ese fuego se encendió y transmitió entre nosotros, la formación de los años anteriores cobró un nuevo sentido y, por primera vez, me sentí feliz de ser cadete del Liceo. Sin embargo, algún elemento fundamental debe haber faltado en esa formación. Una grieta por la que pudo colarse el error.
Me gusta especular que las desviaciones doctrinarias que desembocan en los excesos del fundamentalismo comienzan con cambios en el énfasis relativo asignado a las partes que conforman una doctrina buena y verdadera. No se trata de mentir, ni siquiera de ocultar una verdad. Se trata de fortalecer con la prédica sólo algunas columnas del edificio doctrinario. Las otras se debilitan por descuido. Así, un acento desproporcionado en materia de pureza, descuidando la caridad, crea el ambiente propicio para el desarrollo del puritanismo. En algunos países y momentos históricos, la prédica sólo concentrada en la justicia social, olvidando la misión sobrenatural de la Iglesia, devino en la teología de la liberación, convirtiendo a la Fe en un partido político de acción violenta.
El énfasis relativo produce un efecto único en la conciencia. Existen dos desviaciones de la conciencia recta: la conciencia escrupulosa, que ve el pecado en todos lados, y la conciencia laxa, que no lo ve en ninguno. Quien padece de escrúpulos vive atormentándose de remordimientos. Al laxo nada lo detiene; es temerario porque ignora el mal que puede producir. La víctima del énfasis relativo sufre de conciencia mixta: escrupulosa en unos aspectos y laxa en otras. Vive en la esquizofrenia de ser atormentado y temerario al mismo tiempo.
Pareciera que este tipo de desviaciones siempre deja de lado a la caridad. De hecho, si mi hipótesis del énfasis relativo fuera cierta, es la caridad la que impregna toda la doctrina cristiana: - En esto reconocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros como Yo os he amado (Jn 13,35); y, en consecuencia, un énfasis fuerte sobre la caridad implicaría fortalecer todas las columnas de un edificio que no se torcería ni se derrumbaría. Si se olvida la caridad, puede considerarse la utilización de medios ilegítimos a la hora de promover una parte de verdad.
Esta vez, el sonido de la puerta del baño preanunció la caída del primer velo. Había llegado para Guglielmini y para mí el fin de una fase de preparación que duró meses, desde que fuimos señalados como candidatos. Nos condujeron en silencio por el pasillo y, al llegar al comedor, pude verlos formados en ambos laterales, alineados y en silencio. La mirada perpleja, en la que conviven el atormentado y el temerario. En la pared de frente colgaba un escudo de tela rematado en una corona y, a su lado, la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Debajo, Venegas observaba nuestro ingreso a la sala. No podía contener una sonrisa de satisfacción y orgullo. Cuando nos encontramos en posición, golpeó fuertemente el piso con el pie derecho, en un novedoso movimiento de orden cerrado, y declaró inaugurada una nueva reunión extraordinaria del grupo San Fernando. Y así, en una soleada tarde de invierno, en el comedor de la casa de la avenida empedrada enmarcada de plátanos, ante la nueva mirada de viejos conocidos y sin haberlo buscado ni deseado, pisé por primera vez el oscuro territorio de las organizaciones secretas.

CAPITULO II. EL GRUPO SAN FERNANDO

“Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse ciudad
asentada sobre un monte, ni se enciende una lámpara y se la
pone bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que
alumbre a cuantos hay en la casa”  Mt 5,14-15

Nunca nadie rechazó su ingreso al grupo en la ceremonia de iniciación. La larga y eficaz preparación previa del candidato y el carácter sorpresivo de su nueva pertenencia debían garantizar el éxito de este momento crítico del reclutamiento. Una sola falla, un sólo resquicio por donde se hubiera infiltrado la duda, hubieran sido desastrosos para la preservación del carácter secreto de la organización. A quien escapara corriendo de la primera cita no se le habría podido infundir todo el miedo necesario para permanecer en silencio. Tampoco hubiese sido prudente preguntar anticipadamente al candidato si deseaba sumarse a la causa. La valiosa posesión del secreto sólo podía otorgarse a los miembros. Cada uno de los ritos de iniciación de los que el nuevo integrante participaba en su reunión inaugural, que se sucedían en una secuencia magistralmente diseñada, cumplía la tarea de atar cada cabo del corazón y la mente de esos espíritus idealistas a la organización. Esto completaba eficazmente la tarea de convencimiento que un reclutador asignado al candidato había comenzado muchos meses atrás.
Cada miembro antiguo representaba un acto de esta obra maestra. Aquella tarde de invierno, Venegas pronunció las palabras iniciales. Dijo que en ese día glorioso dos nuevos miembros se unían a la sagrada causa de Cristo Rey. Dijo que Dios nos había señalado para que luchemos a Su servicio en las filas del grupo San Fernando. Lo dijo con vehemencia, con orgullo y convicción profunda. Lo dijo con la convicción de un jefe, del jefe que era. Un jefe que mandaba y exigía subordinación. Y mientras escuchábamos sus palabras desde el lado opuesto de la sala, el Guglielmini y yo íbamos adquiriendo para nosotros una nueva vida paralela y, lo que es peor para un cadete, adquiríamos una nueva cadena de mandos.
Además de jefe del grupo San Fernando, Gerardo Venegas fue también mi reclutador. Hay que aclarar aquí que el proceso seguido para ganar nuevos miembros seguía una serie de etapas que se cumplían escrupulosamente. Se identificaba un candidato, que era propuesto y eventualmente aprobado en una reunión ordinaria del grupo. Se asignaba un reclutador, encargado de conducir al candidato hasta el momento en que se pararía frente al grupo para ser aceptado como nuevo miembro. El reclutador se acercaba lentamente al candidato, sin despertar sospechas, logrando primero su confianza y luego su amistad. Logrado ese vínculo, comenzaba la tarea de convencimiento de la necesidad de comprometerse en la tarea de restituir el reinado de Cristo en la tierra. Por último, cuando el candidato estaba lo suficientemente preparado, el reclutador trasmitía la invitación, una cita a ciegas con el comienzo formal de una pesadilla.
Es difícil reconocer el misterioso camino que ata algunos recuerdos a la memoria con más fuerza que otros. De las incontables conversaciones que tuvimos con Gerardo durante mi fase de preparación, recuerdo la de una noche en el playón de la capilla. Quizá porque posiblemente aquella haya sido la noche de la misteriosa invitación. Como todos los jueves, había asistido a misa. Había inspirado el incienso que el Capellán quemaba sobre el fuego de una garrafa a un costado del altar. Había escuchado como en el viejo equipo de sonido se desgranaban los acordes del Aria para la Cuerda de Sol, de Bach. Había cantado en una peculiar versión de entonación militar el Padre Nuestro Recibid, interrumpiendo abruptamente al final de cada verso y produciendo un denso silencio hasta el comienzo del verso siguiente. Había escuchado las palabras del Canon Romano, con sus interminables listas de santos: - Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Crisóstomo, Juan y Pablo, Cosme y Damián y todos tus Santos. Había rezado el Alma de Cristo después de la comunión, mientras contemplaba el sagrario de madera. Al salir, había dado una última mirada a las placas de bronce que en la pared posterior recordaban a los cadetes muertos.
Pensé en aquel instante en el jefe de pelotón que hacía tres años se había parado sólo delante de la placa donde se leía el nombre de su hermano. Movía imperceptiblemente los labios mientras rezaba. Los ojos brillantes, la mirada de súplica. Habían compartido el mismo dolor de no ser aceptados. Pero mientras uno ya descansaba sobre las verdes praderas y había sido conducido al lugar de las aguas tranquilas, el otro no sabía si al volver al dormitorio encontraría el armario destruido, la cama en las duchas o la humillación de ser golpeado e insultado delante de sus subalternos. Resignado, se santiguó lentamente, besó el nombre de bronce del hermano muerto y abandonó la capilla en silencio.
El recuerdo del primer jefe de pelotón me hace pensar en este momento que una formación religiosa de énfasis rengo en algunas virtudes no fue el único factor que creó el ambiente predisponente para la infiltración de una secta. Existían en el Liceo desde siempre asociaciones, menos formales, menos secretas, pero igualmente reales. Había también una fuerte costumbre de agrupar. Cada promoción tenía su Flaca, su Pepo, su Babula, su Zambo. Cada sobrenombre definía un estereotipo. Cada uno pertenecía, sin quererlo, a un grupo.
Nadie duda de la existencia de una hermandad de la que se hablaba con temor y reverencia: Los Mafia. Pertenecer a este selecto grupo era el paradigma de muchos. Ellos señalaban quienes debían ser excluidos. Ellos juzgaban y condenaban. Sus víctimas se convertían en las víctimas de todos. No había manija, alistamiento o privada que pudiera generar la sensación de desamparo que despertaban las boqueadas promovidas por sus miembros. Su acción despertó reacciones diversas: la del que invirtió tres meses de vacaciones en un gimnasio de box y estrenó sus nuevas habilidades partiendo una mandíbula; la del vengador solitario, que se descolgó una noche por una soga desde la Compañía “D” hasta el patio Sarmiento y destruyó los bancos de algunos, dejando amenazas hechas de letras cortadas de revistas; o la de la mayoría, la resignación. Había en el espíritu de muchos un deseo de cambiar las cosas. Solos no era posible. Usar los mismos métodos era una estrategia tentadora.
Augusto Martínez era el subjefe del grupo. Como al inicio de cada intervención, golpeó fuertemente el piso con el pie derecho para luego explicar el significado de cada parte del escudo. El fondo blanco representaba la pureza de nuestras almas y nuestros cuerpos. El borde negro señalaba el luto de la Cristiandad, ferozmente perseguida por las fuerzas del mal en estos tiempos oscuros. El color rojo de la Cruz, que se imponía sobre el inmaculado blanco del fondo, nos recordaba la sangre de los mártires, derramada generosamente por la causa de la Fe. La espada simbolizaba el buen combate que nosotros, soldados de Dios y de la Patria, daríamos por el nuevo reinado de Cristo en la tierra. Un reinado que se representaba en la corona dorada remataba en una cruz, ubicada en la parte superior. Bajo ese escudo estábamos unidos en la misma lucha, en el mismo compromiso, en la misma entrega. Bajo ese escudo invocábamos la protección de Nuestra Madre, la Virgen de Guadalupe, Patrona de América.
La parte de Atilio Gómez Inchauspe resultaba la más difícil. Debía recitar de memoria la parábola de los talentos, del Evangelio de San Mateo: - En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda: a uno dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad; y se ausentó...... Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes (Mt 25,14-30).
Dios nos otorgó a cada uno dones diferentes. Se nace con habilidades naturales para ciertas cosas y con dificultades para otras. Pedir en la medida de lo entregado es una ley justa. Multiplicar lo recibido es un deber. Infinitos son los caminos disponibles. Sin embargo, el grupo San Fernando se nos proponía como el único y verdadero camino para hacer crecer nuestros talentos. Era la letra del Evangelio escrita en nuestras vidas.
La ceremonia continuó como las reuniones ordinarias que se sucedieron cada sábado: rezo del Rosario, ronda de novedades, informes de encargos realizados. Antes de cerrar formalmente el encuentro, Venegas nos entregó una imagen colgada de una cinta roja que rezaba - Detente, el Sagrado Corazón de Jesús está conmigo, mientras nos recordaba que no eran los miembros del grupo quienes nos habían elegido, sino Dios a través de ellos. Por último, el secreto. Todo lo visto y oído, nuestra participación, la existencia del grupo, sus miembros, sus actividades, todo era secreto. Secreto para todos. Sólo el secreto nos garantizaba el éxito. No seríamos luz del mundo en esta misión.
La tarde de invierno moría lentamente mientras caminaba de regreso por la avenida empedrada. Pensaba en ese momento que me había integrado a un grupo de diez amigos que queríamos cambiar las cosas. Pensaba que estábamos solos en esta lucha. No sospechaba siquiera, mientras volvía a Villa del Parque, que estaba ingresando en una organización de carácter esotérico y estructura celular.

CAPITULO III. ESOTERISMO Y ORGANIZACION CELULAR

Cada sábado nos reuníamos en alguna casa que padres ocasionalmente ausentes hacían propicia a las actividades ocultas, en alguna oficina vacía durante el fin de semana, o hasta en el sótano de un edificio. Acudir regularmente a una reunión secreta sin despertar sospechas en la familia, tratando de evitar mentir al mismo tiempo, era tarea de malabaristas. A eso se sumaba una conducta poco común para un adolescente, que se iba afirmando a medida que se alargaba nuestra permanencia en el grupo. Quienes habíamos ingresado a la organización fuimos de a poco dejando aquellas cosas que más tarde se recuerdan con añoranza. Fuimos perdiendo la naturalidad y, como mecanismo de defensa ante un secreto cuya revelación nos podía deparar males insospechados, nos volvimos hostiles hacia todos y hacia todo. Los miembros de mayor jerarquía tenían una actitud siembre inquisitiva sobre los demás, como si cada hecho despertara la sospecha de una conducta poco fiel a la causa. Nos sentíamos observados a cada momento y juzgados en nuestro nivel de compromiso. Comenzábamos a actuar por temor.
Durante aquellos meses de cuarto año se produjeron algunas incorporaciones al grupo, cuyo proceso de preparación había comenzado antes de mi ingreso. Nunca recluté a nadie. Se me asignó algún candidato, pero desde el primer momento me faltó la convicción necesaria para infundir en alguien más el espíritu de la organización. Fui, sin embargo, testigo silencioso del proceso de transformación que sufría la personalidad de cada miembro. Recuerdo especialmente a Sergio Acuña, que quizá haya sido quien mejor expresaba en su mirada, su conversación, sus gestos, el perfil de quien ha sido vaciado de criterio personal a través de un eficaz proceso de lavado cerebral. Hay que decir ya mismo que no le sobraban neuronas y que estaba destinado a ser clase de tropa de cualquier causa. Caminaba con las manos sostenidas en el cinturón de combate, como dando zancadas cortas hacia un lado y hacia el otro. Movía rítmicamente la cabeza, que inclinaba levemente hacia arriba para mirar perdidamente el cielo mientras gesticulaba, como hablando sólo. Todos lo tenían por tosco; los borceguíes relucientes; el pelo siempre corto; el casquete armado. Hubiera hecho cualquier cosa que le indicaran hacer. Hubiera empuñado y disparado un arma si se lo hubiesen ordenado.
Los tiempos actuales son propicios a este tipo de actividad y sus consecuencias. Muchos, como Acuña, caminan hoy perdidos, vaciada la cabeza de pensamiento propio y llena de falsas premisas grabadas a fuego por los nuevos profesionales del lavado cerebral. Para nuestra desgracia, estos ya no se ocultan en las sombras, donde sólo accederían a manipular a unos pocos. Esta nueva pesca ya no es uno a uno. Al contrario, esta otra organización, mucho más poderosa, pesca con la inmensa red de medios de comunicación y penetra a través de ellos en cada familia. Pocos levantan una barrera de criterio frente a su prédica perversa. Los más se han convertido en meros repetidores de los nuevos dogmas del pensamiento políticamente correcto. Otros son la fuerza de choque de un régimen que opera a través de periodistas, comentaristas, actores, conductores, movileros y hasta humoristas. Quienes hemos vivido un proceso que es evidente en el ambiente formal de una secta, vemos perplejos los mismos mecanismos y los mismos resultados a escala de sociedad. Una nueva sociedad, manipulada como una secta, que se reúne frente al televisor para ser instruida de cómo pensar y recibir órdenes.
Un sábado de primavera, cuando ya la chaquetilla blanca preludiaba el ansiado verano, fuimos convocados a reunirnos en el escritorio de un estudio de administración de campos. Era abrumadora la soledad de algunas oficinas del microcentro durante los fines de semana; los ascensores inmóviles, los pasillos desiertos. Allí me encontré con un nuevo escudo colgado en la pared. Era similar al anterior en su composición y significados, pero no era el mismo. Sólo algunos miembros del grupo San Fernando estaban presentes, mezclados con otros para los que aquella no parecía ser su ceremonia de iniciación. Me sentí desconcertado, pero esperé sin hacer preguntas. Venegas abrió la reunión - Declaro formalmente inaugurada la siguiente reunión ordinaria del grupo Requetés. A partir de hoy, todos ustedes conforman un nuevo grupo cuyo nombre recuerda a los gloriosos miembros del cuerpo nacionalista durante la Guerra Civil Española. Sus ex compañeros de grupo continúan dentro de esta organización, que a diferencia de lo que pensaron hasta hoy, no se limita a un sólo grupo. Ustedes son parte de algo mucho mayor.
Las organizaciones ocultas no son poseedoras de un único secreto compartido por todos sus miembros. El núcleo de la organización guarda un conjunto de secretos jerarquizados, que se revelan sistemáticamente a los miembros en cada paso que los acerca al cerebro que la gobierna. Antes que un miembro avance a la siguiente etapa, la organización debe haber provisto una preparación suficiente, que garantice la adecuada recepción del nuevo velo que se descorre. La estructura celular garantiza la preservación de los secretos de mayor jerarquía, cuya posesión conlleva un grave riesgo.
Una organización celular puede resumirse así: Los miembros novatos de un grupo sólo se conocen entre sí y conocen a su jefe. Creen que pertenecen a un grupo aislado, de carácter secreto. Creen que viven la etapa fundacional de algo llamado a crecer en el futuro. En un segundo nivel, existen miembros que fueron cambiados de grupo y que ahora conocen a sus actuales y antiguos compañeros. Ellos ya saben que pertenecen a una organización mayor, aunque no conozcan su estructura y sus mandos. Como aprendieron a confiar ciegamente en ella, no los desvela la incertidumbre. En ambas etapas iniciales la organización no revela su verdadero fondo filosófico, que sería intolerable para los espíritus insuficientemente adoctrinados. El tercer nivel está compuesto por los jefes y subjefes de los grupos de base. Ellos, además de comandar los grupos de los recientemente iniciados, pertenecen a grupos de jefes y ya les fue revelado el verdadero nombre y espíritu de la organización. Estos grupos de jefes, a su vez, tienen un jefe, poseedor de nuevos secretos, que pertenece a un grupo de jefes de jefes.
No puedo imaginar cuántos niveles separan los grupos de base o iniciados del núcleo central donde opera el cerebro de la organización. El objetivo de este tipo de estructura es evidente. Si algún iniciado revela la existencia de su grupo, sólo podrá delatar a sus compañeros y jefe. Sólo cae una célula. El resto de la organización está protegida en las sombras de su desconocimiento. Por eso, cuanto más sabe un miembro jerárquico de la estructura de la que forma parte, mayor debe ser su identificación con la organización y también mayor debe ser su temor a revelar lo que sabe. Infundir temor era un área en que Venegas, Martínez y otros jefes eran expertos.
Está claro que la estructura celular no es un invento de la organización que nos convoca. Ha sido utilizada por grupos ocultos y violentos de toda laya desde tiempos antiguos, desde los supuestamente religiosos hasta los más fervientes ateos, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. En lo personal tengo la certeza de que toda organización celular es intrínsicamente mala; no importan los principios que diga sustentar.
En esta nueva fase de mi aventura oculta, el cambio de lenguaje que se había apenas insinuado en el grupo San Fernando, comenzó a acentuarse dramáticamente. Ya no se trataba de rezar y convencer a los otros a acercarse a Dios. En las reuniones se los juzgaba y clasificaba, como si alguien nos hubiera dado la atribución de ser jueces de nuestros pares. Yo recordaba el Evangelio – No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgares seréis juzgados y con la medida con que midieres se os medirá (Mt 7,1-2) y comenzaba a preguntarme si Dios podría estar detrás de algo donde la caridad estuviera tan ausente.
Una tarde durante los ejercicios finales de 1982 en Campo de Mayo, fuimos convocados a la carpa de Venegas. Me recuerdo caminando entre canaletas mal cavadas, mientras miraba como alguien completaba equipo, robando un útil de zapa que se asomaba tímidamente por debajo del paño verde oliva. Se había decidido una acción contra un compañero de promoción que, según ellos, merecía un escarmiento. El plan era simple y se inspiraba en una boqueada clásica: destruirle la carpa durante la noche. ¿Quién no ha cortado vientos largos bajo la clara luna de noviembre? ¿Quién no se ha despertado en el medio de la noche con la carpa en la cara mientras sonaban aún lejanas las risotadas? ¿Pero hacerlo en nombre de Dios? Les recordé a la mujer adúltera que habría de ser apedreada por la insidia de los fariseos y la respuesta de Jesús a su juicio: - el que no tenga pecado, que tire la primera piedra. Los miembros de la cuarenta y dos presentes se plegaron a mis razones y el grupo se dividió al negarnos algunos a semejante “acción evangelizadora”. El plan se abortó, pero ya nada sería igual en el futuro de nuestra relación. Mientras los últimos destellos del crepúsculo, que daban un marco fuertemente rojizo a la Escuela de Comunicaciones, preanunciaban otro día de calor agobiante para Campo de Mayo, comencé a sentir en la garganta y en el alma el sabor amargo de la duda.

CAPITULO IV. EL ALEJAMIENTO

Cada vez que un suceso me conmueve, me irrita o me exaspera, siento la fuerte impotencia de quien sabe que no hizo ni podrá hacer nada relevante para influir en los aspectos trascendentes de la vida pública. Entonces recuerdo al Mexicano, su mirada severa y sus palabras en la tarde otoñal de aquel luminoso quinto año de 1983. Nos preguntó a cada uno de los miembros del grupo Requetés acerca de la carrera que estudiaríamos. Me dijo que poco podría hacer como Ingeniero Agrónomo por ninguna causa. Luego, reprimida nuevamente la vocación por la acción política, puedo volver a disfrutar de mi trabajo de investigación hasta que otro hecho vuelva a despertar la pasión adormecida.
La segunda fase del proceso, en la que ya se tenía conciencia de la pertenencia a algo de mayores dimensiones a las sospechadas en un primer momento y en la que ya se había cambiado de grupo al menos una vez, desembocaba en la incorporación del miembro novato a la organización propiamente dicha. Los grupos San Fernando y Requetés no eran más que ambientes propensos para preparar a los futuros soldados de la organización secreta, que aún permanecía en las sombras para casi todos los miembros de estos grupos, con excepción de jefes y subjefes. Ellos, como Venegas o Martínez, preparaban a sus subordinados para el insospechado paso que se acercaba. Sin embargo, también ellos tenían dieciséis años y no estaban lo suficientemente preparados para llevar adelante toda la tarea. El lavado cerebral es un trabajo profesional que no puede ser completado por amateurs ni por principiantes. En este punto crucial era donde entonces la organización debía asumir uno de sus mayores riesgos, rompiendo parcialmente la estructura celular en la que funcionaba. Miembros adultos, mucho más formados, se presentaban en las reuniones de grupo, exponiendo su identidad, para adoctrinar adecuadamente a los nuevos candidatos.
Tan buena era la preparación previa de los miembros en fase dos, que al igual que en los significativos pasos anteriores, tampoco estas apariciones reveladoras nos generaban sorpresas ni sobresaltos. El lenguaje que estos miembros adultos, conocidos de antemano, esgrimían en sus tareas diarias en el Liceo nos hacía sospechar de su pertenencia a la organización. De alguna manera, comenzábamos a sospechar que todos los que comulgaban con ciertos ideales eran miembros. Nada, ninguna certeza, podía garantizar lo contrario.
En estas reuniones, el espíritu subyacente a los grupos de iniciados comenzaba a revelarse tal cual era. Los que hasta ese momento pensábamos que episodios como el de aquella calurosa tarde de noviembre en la Escuela de Comunicaciones eran el fruto de la indómita y poco pulida pasión de jefes demasiado jóvenes, tomábamos nota de que eran el más fiel reflejo de la naturaleza de una organización que comenzaba a pedir mayores demostraciones de lealtad. Para algunos, como Acuña, esas palabras eran el veneno que terminaba por matar el poco criterio personal remanente. Para mí, eran como un puñal que agrandaba la herida de una duda cada vez mayor. – Señor, que vea, Señor, que vea, rezaba con insistencia.
Poco cuesta sospechar que los miembros adultos que expusieron su identidad para hablarnos las palabras más importantes fueron quienes, infiltrados en el Liceo como profesores de religión, nos conocían desde hacía tiempo. No quien con cierto amaneramiento se presentó diciendo que no era ni mejor ni peor que su predecesor, sino distinto. Tampoco aquel que leyendo torpemente de su cuaderno Rivadavia de tapa blanda nos desayunó sobre la importancia de la apologética. La personalidad de ambos era más motivo de risa que de respeto, y esto hubiera sido intolerable para una organización que comandaba a través del miedo. Fue el profesor de los primeros años quien primero se presentó ante nosotros. Sospecho, sin saberlo, que pudo haber sido él quien infiltró la organización en el Liceo, utilizando los campamentos de la Agrupación Juvenil de Montaña para ganar los primeros miembros. No puedo imaginarme, eso sí, quién se encargó de captarlo a él. Porque, hay que decirlo, el Capellán no estuvo enterado de lo que sucedía con sus acólitos hasta el momento en que todo fue revelado.
Una vez más vuelve a mi pensamiento el papel que las boquedas recibidas durante la etapa de cadete puedan haber tenido sobre la propensión de un espíritu como el del profesor de religión a adherir a una organización secreta. Los años transcurridos entre su promoción y la nuestra podrían haber mutilado algunas historias. Sin embargo, no creo alejarme mucho de la verdad cuando imagino un amanecer helado en la Siberia; crucificado en un elástico de cama descolgado desde la terraza de la compañía “D”; azotado con toallas mojadas. ¿Qué ideas invaden la mente mientras se soporta el frío y la vergüenza? Si el único motivo de semejante acción hubiera sido su devoción religiosa, debe haberse sentido víctima de un poder diabólico. Debe haberse soñado mártir, Santo. Pero sin un espíritu verdaderamente templado en la caridad, el - Padre perdónalos, no saben lo que hacen deja lugar a pensamientos maniqueos que inspiran venganza en nombre de los más altos ideales. Aquí mismo pongo un freno a la tentación de extenderme en alegorías sobre el presente.
No puedo recordar de qué nos habló. No habrán sido seguramente palabras tan fuertes como las del Mexicano. Siempre pensé que su aparente rudeza era una pose para enseñar una religión recia, de hombres, lejana a las guitarras del grupo parroquial y a las imágenes azucaradas de algunas estampitas. No olvidé, eso sí, sus amenazas de los últimos días, cuando la luz invadió las oscuras veredas de lo oculto. Sin embargo, no le guardo un mal recuerdo. Quisiera, como con todos con quienes compartí la locura, poder asegurar que no sigue actuando en las sombras de una organización que es quizá más poderosa que en aquellos días.
No fui yo el único que quería estudiar Agronomía un sábado de otoño. Tres de diez habrán exasperado al Mexicano, cuya rudeza no parecía afectación. Por definición, una organización secreta cuenta con un número muy limitado de miembros. Cada uno de ellos implica un riesgo, ya que cada miembro es un potencial arrepentido. Para minimizar la relación riesgo-beneficio, la organización debe asegurarse de que cada miembro tenga un alto factor de impacto en la sociedad. Y cada carrera tiene un área de acción diferente y, en consecuencia, un factor de impacto social o político diferente. ¿De qué le serviría a la organización un administrador de campos, rodeado de soledad? Cada pieza de este juego debía ser estratégicamente colocada en un núcleo de influencia. Es la única manera de extender la acción ideológica con eficiencia. La lealtad a la causa comenzaba a exigir el replanteo de nuestras vidas, de nuestras vocaciones, que debían rendirse al fin último de la restauración del Reinado de Cristo, encarnada en el grupo Requetés y la organización a la que pertenecía.
Nunca supe qué caminos condujeron al Mexicano a parase al frente de las aulas de quinto año como profesor de religión. Pero una cosa es clara: si no hubiera habido un inepto ocupando esa cátedra, difícilmente hubiera podido ser removido, dejando su lugar al avance sectario y fundamentalista. El daño potencial de la incompetencia es enorme. Cada función relevante, incumplida por ignorancia, indolencia o estulticia, deja un espacio que puede ser fácilmente penetrado por el mal. Es indiscutible que el Mexicano superaba varias veces en capacidad, conocimiento y carisma a su predecesor. Pero algo llevó al sistema a aceptar tácitamente serias irregularidades. Recuerdo una mañana, cuando al comenzar la clase de filosofía, la profesora tomó el libro de aula en el que cada docente asentaba el tema tratado en clase y leyó lo escrito por el Mexicano en la hora anterior. -¿Qué tienen que ver las “formas de gobierno” con religión?, preguntó irritada. Todavía nos lo preguntamos.
Para mí, lo que había comenzado como una duda, se convertía cada vez más en una certeza. También para ellos era evidente mi creciente falta de fervor, que me diferenciaba de tanta respuesta ciega. No habíamos nacido el uno para el otro y, poco a poco, nos incomodábamos mutuamente. A diferencia de otros miembros, recibía formación religiosa externa y ya había leído varias veces los cuatro Evangelios. Esto me permitía encontrar cada día más contradicciones entre la doctrina de la organización y las verdades que decía defender. Seguramente no fue una sorpresa para Venegas cuando una mañana de invierno, le dije en la puerta de Vto 3ra, en el patio Sarmiento, que no iría a las reuniones por un tiempo; que necesitaba pensar en lo que estaba haciendo. Lo aceptó de buen grado, como quien ya lo tuviera previamente hablado con sus superiores. Sólo me recordó el carácter secreto de los grupos a los que había pertenecido.
La segunda mitad de quinto año transcurrió en una nueva paz. Cada semana postergaba mi regreso a las reuniones del grupo hasta que, en mi interior, supe que nunca recomenzaría. Las conversaciones con otro ex-miembro, un compañero de promoción que había pasado por el mismo proceso, me ayudaron a afirmar mis pensamientos. Sin embargo, ni él ni yo nos hubiéramos atrevido en ese momento a la denuncia. No conocíamos los alcances de la organización y sospechábamos de todos.
Una lluviosa tarde de noviembre, Marcos Garmendia me dijo que había descubierto algo increíble. Por alguna razón, aquel aventurero solitario me había elegido como confidente. A pesar de su fuerte adhesión a la Fe Católica, nunca fue considerado candidato por la organización. Su espíritu insubordinado y solitario y su evidente rechazo hacia los acólitos del Capellán lo descalificaban en el primer análisis. Sus acciones nunca le merecieron un sólo día de arresto. No sólo porque estaban genialmente planeadas, sino porque nunca se propuso, a diferencia de cualquier adolescente, usurpar jactancias de ellas. Sólo se gozaba en las consecuencias de sus actos y no necesitaba de la admiración que hubiera despertado el conocimiento de su autoría. Fue él quien en cuarto año decidió vengarse de las boqueadas padecidas por muchos y, una noche, bajando en secreto al patio Sarmiento, destrozó siete bancos, dejando amenazas de letras recortadas de revistas. Fue también él quien sólo arrancó al mismo Sarmiento de su pedestal y lo tiró en una canaleta. En una de sus mayores obras de arte, ingresó al Detal de la Compañía “D”, eliminó mis partes de arresto, reescribió mi legajo, borró mis notas del ticket de conducta y, al viernes siguiente, volví a recibir un inmaculado 10. ¿Cómo lo hacía? Nunca me dio demasiados detalles. Estaba obsesionado por el descubrimiento de los muchos secretos que guardaba el Liceo. Había sido capaz de lograr la confianza de todos en la enfermería para lograr el paso libre hacia lo que él creía eran las puertas hacia los legendarios túneles que cruzaban la plaza de armas. Y buscando secretos, descubrió el más importante. En el patio Beltrán, seguros de que nadie nos escuchaba, me dijo bajo la lluvia que en el Liceo operaba una “Masonería blanca”. -¿Masonería blanca?, le pregunté. –Sí, son la Mafia del Capellán. Forman parte de una secta infiltrada en el Liceo. Alguien los vio una vez en la calle, vistiendo camisas blancas y corbatas negras. El nombre de la organización es “El Yunque”, por aquella frase de San Ignacio de Antioquía “Estad firmes, como el yunque al ser golpeado”.
Comprendí aterrado el significado y la magnitud del paso que me esperaba, si la mano de Dios no hubiera torcido el camino que estaba recorriendo. También comprendí, aterrado, que tenía un papel en la desarticulación de una organización que, infiltrada en el Liceo, estaba utilizando y arruinando la vida de varios. Y, por primera vez en mi vida, comprendí el hondo significado del miedo.

CAPITULO V. EL YUNQUE

“En la mitad de mi vida
me he parado a meditar,
juventud nunca vivida,
quien te volviera a soñar”

Antonio Machado

Un oscuro presentimiento invadió mi espíritu en aquella tarde de octubre cuando comenzó a sonar, agudo e invasor, el timbre del teléfono. Corrí nerviosamente a atender, golpeando torpemente la mesa, que impactó con un ruido sordo sobre la pared lateral de la cocina. Marcos me siguió, como adivinando que necesitaría un sostén en las horas turbulentas que preanunciaba la tarde.
El gozar de las prerrogativas de quinto año no fue lo único que hizo especial a 1983. Con el cambio de Jefe de Cuerpo, el sistema tiránico, arbitrario y discrecional instalado por la paranoia del Teniente Coronel Ferrari dejó lugar a un nuevo mando, en el que se consideraron y atendieron algunas necesidades de los cadetes. Así, la cena del martes dejó de lado el arroz con pollo, los ajíes rellenos con arroz y el arroz con leche, para pasar a ser la mejor comida de la semana. Comenzamos a salir los viernes al mediodía en lugar de las seis de la tarde y, durante la semana de evaluaciones trimestrales, disfrutamos de régimen externo, asomándonos tardíamente por una pequeña ventana a la vida de alumno civil que no habíamos tenido durante nuestra secundaria.
Recibí la primera llamada telefónica durante una tarde de la última semana de trimestrales del año, mientras estudiábamos en mi casa con Garmendia. - ¿¡Hola!? Inmediatamente reconocí la voz de Atilio Infante. Durante nuestro paso por la organización habíamos tenido una fuerte afinidad. Solíamos cruzarnos en el patio Sarmiento por la tarde, en los recreos de preparación, y bromear repitiendo siempre unas frases que mi arruinada memoria no acierta a recordar. A pesar del ejemplo de los miembros más conspicuos de los grupos San Fernando y Requetés, no había adquirido para sí la arrogancia hipócrita del fariseísmo. Su espíritu alegre parecía menos vulnerable a la altivez mezquina de quienes se creían elegidos por Dios para juzgar a sus semejantes. Sin embargo, no supo negarse cuando el Profesor le ordenó llamar. – ¿Me dijeron que vas a estudiar Agronomía, no es así? – Sí, contesté temerosamente. – ¿Y estás seguro? – Sí, insistí. – Mirá que te puede pasar algo. Ya sabemos que estuviste hablando y te vamos a matar. Sabía con quienes trataba y había imaginado este momento. Sólo atiné a preguntarle si hablaba de matar en forma metafórica o literal. – Te vamos a matar, repitió.
Desde aquella revelación de Marcos Garmendia sobre la “Masonería blanca”, habíamos iniciado con él y con otros conversaciones secretas para delinear una estrategia que terminara con la organización dentro del Liceo. El Capellán Auxiliar, sus discípulos más cercanos y algunos oficiales fueron las piezas claves de esta tarea. Yo necesitaba saber, en primer término, quiénes estaban con nosotros y quiénes pertenecían a la organización. Había desarrollado un fuerte sentido de sospecha de todos y de todo, que no me ayudaba a confiar en nadie. Recuerdo cuando conversando sobre la calle Antártica, un oficial me preguntó por qué no había recurrido a él cuando tuve la certeza que había que actuar contra la organización. – Creía que usted también era parte, mi teniente, le contesté.
Las estrategias discutidas suponían actuar de a poco, con cautela, dada las posibles consecuencias y la magnitud del problema. Sin embargo, todo se precipitó cuando, de alguna manera, los miembros de la organización supieron que había revelado todo lo que sabía. Aprovechando el régimen externo, se reunieron con el Profesor en aquella tarde de octubre y decidieron actuar. Tan efectivo había sido el adoctrinamiento recibido en las sombras, que habrán creído servir a Dios con sus amenazas. Yo ya no podía seguir estudiando. Todavía sentía palpitar mi corazón cuando el teléfono sonó por segunda vez, golpeando insultante el denso silencio que gobierna en el imperio del miedo. Me temblaba la mano al contestar. Garmendia acercó su oído al teléfono para escuchar también y poder atestiguar las oscuras palabras del segundo llamado. Era Venegas. Había sido mi compañero de división durante cinco años, mi amigo, confidente, reclutador y padrino en la locura. Del otro lado del teléfono, sabía que su amenaza era real. Sabía que creía firmemente en lo que decía. El mensaje fue sólo una confirmación del anterior, acaso dudase que merecía la muerte por haber hablado.
Coincidimos con Garmendia en que necesitaba protección. Había llegado el momento de revelar el secreto a los compañeros de la división, a quienes tendría cerca durante los últimos trimestrales. Me costaba explicarles por teléfono una historia de sectas, secretos, juramentos, fanatismo y amenazas de muerte. Súbitamente, descubrieron perplejos que en la dimensión de lo oculto pueden pasar muchas cosas, tan graves, tan insospechadas, tan cerca.
A la mañana siguiente nos encontramos todos en el aula, Venegas, Garmendia, quienes todavía no podían creer lo ocurrido, yo. El silencio era abrumador mientras nos mirábamos como preguntándonos qué hacer. Finalmente, el Daniel Moscoso no pudo más. Se acercó al banco donde estaba sentado Venegas y señalándolo gritó: - ¡No se puede ser tan hijo de puta! ¡Hay que ser hijo de puta para amenazar de muerte a alguien! Todos lo miraron desconcertados mientras repetía - ¡Hay que ser hijo de puta! Venegas no decía una palabra, no hacía un sólo gesto. Mantenía en su mirada la misma severidad que cuando ostentaba el mando en las reuniones del grupo Requetés. Quienes no estaban al corriente de lo que sucedía comenzaron a pedir explicaciones. Rápidamente todo se extendió a las otras divisiones como un pulso de luz empeñado en iluminar hasta los últimos rincones de lo que estaba oculto hasta ese momento. La identidad de todos los miembros fue revelada en minutos.
Los trimestrales de esa mañana pusieron un corto freno temporal al ruidoso y brutal derrumbe de lo que había sido construido en las sombras durante tanto tiempo. Terminadas las pruebas, se había programado una visita al planetario. Quienes estaban a punto de liberar su espíritu del tormento de pertenecer a una organización secreta, se sentaron juntos en los primeros asientos de uno de los micros que nos llevarían a Palermo. Escucharon en silencio los cantos y los insultos de un viaje que debe haberles parecido eterno: - Ole olé, ole olá, si sos del Yunque haceme un favor, andate a la puta que te re parió..., repetíamos todos desde el interior, una y otra vez.
Al regreso, las autoridades del Liceo estaban preparadas para actuar. Todos los miembros de la organización quedaron incomunicados. Todos los interrogatorios se hicieron en la compañía “B”. Fueron largas jornadas de preguntas, en las que se grabaron cuarenta casetes. Una de aquellas mañanas pasé por el hall de ingreso, dominado por el viejo cerámico con el retrato de Manuel Belgrano sosteniendo la bandera. La puerta del detal estaba semiabierta y pude ver a Atilio Infante sentado, mientras esperaba el inicio de otra ronda de preguntas. Me miró con tristeza. Forzando una sonrisa, extendió su pulgar derecho hacia arriba. Entendí ese gesto como un pedido de perdón por la amenaza y una confirmación que la organización ya era parte de un pasado que no quería repetir.
Escuché sólo en forma fragmentada algunas de las cosas que allí se dijeron. Los rumores sobre el origen de la organización llegaron hasta involucrar a las actividades de la CIA en México. Los profesores de religión que habían infiltrado la organización en el Liceo fueron expulsados, pero, con buen criterio, se entendió que los cadetes habían sido víctimas de un proceso de lavado cerebral y no se afectó su egreso. Más tarde, he recibido con tristeza rumores de que algunos fueron captados nuevamente y hoy son parte de una organización que ha seguido creciendo. Conociendo la verdadera debilidad de algunos espíritus, no me cuesta creerlo.
De nuestra vida en el Liceo, sólo quedaba por delante el egreso. El tiempo para un recomienzo después de la pesadilla se había escurrido imparable entre las manos. Durante la noche de la última fiesta, caminé con mi uniforme de subteniente cada rincón del lugar, en una silenciosa y solitaria ceremonia personal de despedida. Recorrí la galería del comedor de primer año, con la placa de la treinta y ocho siempre escupida, el playón de la compañía “A”, la pileta vacía donde todavía se leía “Ariel 41”, la calle del casino de suboficiales con sus centenarias tipas de flores amarillas, el palco, el monumento del mástil, la galería entre la enfermería y la compañía “C”. Todavía sentían mis padres presentes en la cena la amargura de un secreto guardado durante demasiado tiempo. Todavía no había yo recuperado el aplomo que requería el trato con las chicas que habían ido al baile esa noche. Desfilamos por última vez frente al palco al amanecer, al mando de Garbini. Gritamos la última rasca en el centro de la Plaza de Armas, lanzamos al aire las gorras y nos despedimos soñando, como había escrito Bustos Fierro cuatro años atrás, que nunca perderíamos nuestros nombres, dispersos en la última jornada.
Terminada la ceremonia, viajé a Corrientes, donde vivían mis padres. Yo estaría allí unos días y volvería a Buenos Aires para partir de viaje de egresados a Río de Janeiro. Mi siempre pospuesta pasión por la pesca resucitó en unas semanas de pique excepcional, que me ayudaban a curarme de las emociones vividas. Con mi hermano menor, bajábamos cada atardecer a las playas de la costanera a pescar la carnada que usaríamos de madrugada en Punta Arazatí para capturar surubíes, mandurés y armados. El sol se ocultaba, rojo fuerte, sobre la costa baja y selvática del Chaco, reflejando en el Paraná tonos cobrizos y dorados. Con el marco del puente General Belgrano, los clubes de pesca flotantes y los destartalados botes a motor de los mayoneros, entrábamos caminando en el agua tibia a pasar nuestra red de arrastre. Pero la serena tranquilidad de la tarde mágica se quebró de golpe, gracias la insistencia enfermiza de los enemigos de la paz.
Bajando hacia la playa, mi padre me dijo que habían llamado a mi abuela en Buenos Aires para amenazarme. Quienes se proponían restaurar el reinado de Cristo en la tierra, llamaron a una mujer de setenta y dos años y le dijeron que matarían a su nieto. Ella nos llamó a Corrientes, llorando y desesperada. Cuando creíamos terminada la pesadilla, esta regresaba como un sueño recurrente. No sabíamos qué dimensión darle a la tercer amenaza. Finalmente, decidimos que eludiría Buenos Aires, esperando a los micros que nos llevarían a Río de Janeiro en el puente que une Paso de los Libres con Uruguayana. Como ladrón en la noche, me uní a la promoción cuarenta y uno en nuestra última aventura donde el enemigo no podría esperarme.
Al regreso de Río de Janeiro, abandoné al grupo en Paso de los Libres, temprano en la mañana. Hoy, la maniobra elusiva se me antoja exagerada. Sin embargo, no podía adivinar entonces que la tercera habría de ser la última amenaza. Mi micro para Corrientes salía recién a la noche y debía pasar todo el día haciendo tiempo en el pueblo. Me quedé mirando a mis compañeros que me saludaban desde las ventanas de los micros mientras se alejaban hacia Buenos Aires. Entendí, en ese momento, que nunca recuperaría los momentos perdidos. Lamenté entonces, mientras caminaba las calles empedradas de Paso de los Libres, que un ave nictálope hubiera volado en mi cielo de antevida. Una esquiva brisa matinal traía el perfume del río. El sol se reflejaba en las paredes de cal de la Iglesia, en las flores rojo-anaranjadas de los chivatos y en los mamones maduros de los jardines. Las horas pasaban lentamente mientras unía en mi recorrido un sendero de sombras proyectadas por lapachos, jacarandaes, aromos, viraroes y mangos. Pero, en diciembre, la siesta correntina es cruel con quienes se empeñan en caminar. Rendido ante el sol ardiente y el ensordecedor canto de las cigarras, me senté en la plaza a esperar la noche.

Brisbane, noviembre de 2005

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